Rebuscando
libros
Muchos de mis recuerdos de
infancia están unidos a los libros y a las librerías de Santa Cruz a las que
iba con mi madre a “rebuscar”.
Sobre todo había dos a las
que recuerdo ir con una frecuencia casi semanal.
La Sonora(1) estaba en la calle
del Barranquillo, bajando a la derecha. Era un local pequeño, que recuerdo
bastante oscuro y atestado de libros. Las paredes estaban forradas de
estanterías hasta el techo y había tomos apilados en cualquier sitio donde
hubiera un hueco. Entrando a la izquierda estaba el pequeño mostrador, cubierto
también con pilas de más libros, detrás del que invariablemente estaba el dueño,
viejo conocido en aquel momento, aunque ahora no recuerdo su nombre y que me daba un poco de miedo. Era una librería de segunda mano, en donde los
clientes también podían llevar sus libros para vender. Una especie de
intercambio del que la librería se quedaba un pequeño porcentaje. Lo habitual
era que al entrar, mi madre dejara en el mostrador una pila de libros que el
dueño iba valorando, mientras ella rebuscaba en las estanterías seleccionando
los nuevos que iba a llevarse. En un
momento dado el dueño le decía el precio que le pagaría por los que había
llevado, y así ella calculaba lo que podía llevarse por ese precio y un poco
más que llevaba previsto gastarse cada vez. Muchas veces terminaba por gastarse
más de lo que había calculado, porque con frecuencia aparecía no se qué libro que era
fundamental llevarse además de los que ya había seleccionado. Nunca salíamos de
allí con menos de 8 o 10 ejemplares. De cada compra se iba quedando en casa con
los que más le interesaban, y devolvía el resto para volver a comprar otra tanda.
Así tenía mucho para leer por poco dinero. Compraba de todo, mucha poesía, pero
también novela, biografías, historia, teología…
Podíamos pasar bastante
tiempo allí. Mientras mi madre rebuscaba en las estanterías de toda la tienda,
yo me dedicaba a rebuscar también, pero en la zona de cuentos para llevarme varios para mí. No tendría más de 8 años en esa primera época y recuerdo
como un placer el mirar y remirar hasta que al fin me decidía por alguno, había
tantos que a veces no era tarea fácil escoger.
De los que compraba, me
dejaban conservar unos cuantos, los que más me hubieran gustado, y el resto,
volvían a la Sonora una vez leídos para cambiarse por otros nuevos. De los que
se quedaron en casa recuerdo Celia, Cuchifritín, Antoñita la
fantástica, Mujercitas, La pequeña Dorrit, El polizón del Ulises, Mary Poppins
o Heidi (ambas mucho antes de las películas) y muchos cuentos de la colección
la Ballena alegre de Doncel con sus preciosas ilustraciones de los que tengo grabados,
El niño, la golondrina y el gato, El bordón y la estrella, Atila y su gente, El
jardín de las siete puertas, Cuentos del Angel Custodio, Luiso o El juglar del
Cid.
Principio de la c/del Barranquillo (hoy Imeldo Serís).
A la izquierda Plaza de Weyler. Años 60
Colección Emiliano Conrado Rodriguez Yanes
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Y luego estaba la librería
de Sixto, en la plaza de Weyler. Creo que antes había estado en la Rambla de
Pulido, pero yo la recuerdo ya en la plaza de Weyler, más luminosa y ordenada
que la Sonora, pero que encerraba otros misterios. Al fondo una puerta conducía
a la trastienda, donde no recuerdo que me dejaran entrar, y aunque ahora me
parece haberla vislumbrado un poco desde fuera, puede que me lo haya
simplemente imaginado. En la trastienda se suponía que pasaban cosas, se reunía
gente, había tertulias, pero sobre todo recuerdo que había libros que no había
fuera y de los que se hablaba en voz baja. A veces Sixto llamaba a casa para
decir que ya le había llegado tal o cual libro que mi madre estaba esperando. Sixto,
además del librero, era un amigo.
Tanto la Sonora como Sixto
quedaban muy cerca de la primera casa en la que vivimos, en la c/ Carmen
Monteverde así que un salto a la librería se daba en cualquier momento y a
cualquier hora. Luego a partir de 1967 cuando nos mudamos a Santiago Cuadrado
ya quedaban un poco más lejos, aunque bajar la Rambla de Pulido tampoco era un
gran esfuerzo.
Biblioteca Domingo Pérez Minik.
Fotografía Carlos Schwartz. La Biblioteca
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Grafiti en el exterior de la casa donde vivió
Domingo Pérez Minik en la calle General Goded,
ahora calle del Perdón y no calle Perez Minik como
debería.
El grafiti es obra de Arturo Maccanti, Juan Cruz,
Jose Luis Fajardo y Miguel Morales como homenaje
al habitante más ilustre de la calle.
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Y Domingo nos prestaba
libros, o nos regalaba libros, según… a mi me regaló Los miserables, cuando
tenía como 12 años y lo devoré sentada en las escaleras del patio del colegio.
Conservo el ejemplar, una edición de bolsillo dedicada por él.
Cuando mi padre venía de
viaje, pasaba siempre por casa de Domingo, y se llevaba una maleta llena de
libros para leer en el viaje siguiente, a la vuelta le devolvía los que ya
había leido, y se llevaba una tanda de nuevos. Una maleta entera de libros cada
vez, libros de todas clases para leer en el Golfo Pérsico durante los dos, tres
o cuatro meses que duraba cada viaje. Mi padre, a lo largo de su vida sobre
todo durante esas largas travesías, que en realidad ocupaban más tiempo en su
vida que el resto del que pasaba en casa, se lo leyó “todo”, creo que por eso se
sabía siempre todas las preguntas del Trivial, pero esa es otra historia.
Maria Teresa Mariz
(1)
La
Sonora fue fundada en la postguerra por don Leopoldo Garcia Nieto, dueño de la
Librería Goya y Goya Artes Gráficas con el fin de dar salida a los excedentes
de su establecimiento principal.
Puso al frente de
ella a su hermano político don Juan Monclús Plasencia.
Leopoldo Joaquín García
Nieto era natural de Écija, Sevilla. Se casó el 29 de enero de 1936, con
treinta y dos años de edad, con Águeda Monclús y Plasencia, de treinta y uno,
natural de Santa Cruz de Tenerife, cuya familia procedía de Grustán una aldea
que se encuentra en el despoblado de Graus (Huesca) .
Mi agradecimiento a
Carlos Gaviño que me ha aportado la información.
Me conmueve el amor por la lectura de esa relación materno-filial, que me recuerda tanto la de mi padre, pero no era poeta, sino un obrero autodidacta con pasión por el saber, conmigo cuando tantas mañanas de domingo me llevaba a la madrileña Cuesta de Moyano y volvíamos cargados de viejas ediciones de Zane Grey o Baroja, de Julio Verne o Blanco Ibáñez, su favorito. Cuando en 1977 fui a vivir a Las Palmas no conocía a la poeta Pilar Lojendio. No era Agustín Millares, al que como a todo joven rojo de la época le habían llegado algunos poemas, ni se la había incluido en Paloma Atlántica Poesía, la colección que Eugenio Padorno y Josefina Betancor publicaban en Madrid, así que la desconocía. Una vez allí supe de su nombre, ligado como discípula a esa generación fascinante y modélica de Gaceta de Arte, aunque de su poesía solo pude leer los poemas incluidos en la edición del Primer Congreso de Poesía Canaria de 1976. En los diez o doce últimos años he descubierto en ella una poeta de singularidad calidad y original en el panorama poético español, no solo el femenino, por supuesto, pero especialmente ése.
ResponderEliminarYa ni recordaba esas dos librerías que también forman parte de la memoria de mi infancia. Tus recuerdos de Sonora son como los míos sólo que yo iba con mi padre que pasaba horas allí "rebuscando" y siempre encontraba algún libro que llevar a casa, por supuesto yo también.
ResponderEliminarDonde estaba la antigua libreria Goya en Santa Cruz...?
ResponderEliminarDesde que yo recuerde (que es principios de los 60)siempre estuvo en la calle Pérez Galdós. (perdona el retraso en la contestación pero no habia visto el mensaje hasta hoy)
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