Artículo de Maria Rosa Alonso, aparecido en el periódico El Día de Santa Cruz de Tenerife 
el 13 de agosto de 1989, diez y nueve días después de la muerte de Pilar Lojendio



Pilar Lojendio


María Rosa Alonso
APENAS si sabía yo nada de Pilar Lojendio. En uno de esos breves y rápidos viajes que, por cuestiones de trabajo, he tenido que hacer a Tenerife, me la encontré en un acto oficial; me saludó y me dijo quién era, pero en esos actos tiene uno que saludar a mucha gente y me quedó la magua de no disponer de un paréntesis de sosiego, de los que se precisan siempre para hablar con una persona de calidad.


No tuve ocasión de volver a verla, pero sentía yo que ella estaba presente y contaba en el mundillo literario tinerfeño, aunque su obra poética no fuera copiosa, acaso porque la faceta de honda intimidad personal no hiciera de su figura permanente actuación pública. Creo que de haber vivido yo en la Isla, hubiéramos hablado mucho.


Pilar Lojendio me envió hace bastantes años dos libros suyos y me escribió pidiéndome información sobre escritoras canarias, un asunto que debió interesarle entonces. Estoy segura de haberle contestado, porqué jamás dejo de hacerlo, excepto algún caso especial en que actúo en mi propia defensa con el silencio.


Era Pilar Lojendio de la generación de los niños de la guerra civil, que fueron espigando en un ambiente de intolerancia política, cartillas de racionamiento y mojigatería; nació poco después del 14 de abril de 1931; de ese año son Alfonso Morales, Sebastián Sosa Álamo, Gilberto Alemán de Armas, Fernando García Ramos y de la década de los treinta del siglo podría incluir una larga lista con nombres sobresalientes en el paisaje cultural de Canarias.

Recién operada de esta vista mía, tan averiada siempre, me leyó una lejanísima tarde de Punta Hidalgo el poeta Fernando García Ramos, con su hermosa voz, varios poemas de un cuaderno poético que me llevó a la Punta: lo habían escrito él, Pilar Lojendio y Rafael Arozarena. No logro dar con la edición de Tres poetas en esta locura de libros que tengo en visita, o sea en las sillas, que no sé dónde poner, ni dónde se hallan los buscados, pero sobre la mesa están tres: Ha llegado el esposo, el primer libro de Pilar Lojendio, con portada de Enrique Lite, que apareció en 1964, como edición de Gaceta Semanal de las Artes, la hoja literaria del diario La Tarde que timoneaba el inolvidable Julio Tovar (1921-1965); Almas de piedra, el segundo libro, fue precisamente premio de poesía Julio Tovar, de 1969, y lo publicó Nuestro Arte, en 1970, y el tercero, La lengua del gallo, editado por Aula de Cultura del Cabildo tinerfeño, es de 1984. Ahora leo que la autora dejó bastante poesía inédita.


En 1956, según dijo Pilar Lojendio al también inolvidable Ernesto Salcedo, se casó con un madrileño, Laureano Mariz, un marino mercante, y de esta unión nacieron cinco hijos. Cuando se casó tenía Pilar 25 años; su primer libro, Ha llegado el esposo, apareció a sus 33; Almas de piedra, a los 38, y La lengua del gallo, a los 53. Esporádicamente aparecieron versos suyos en revistas de la época. Con lo publicado y lo inédito se podría hacer un volumen de sus poesías completas.


Es posible que el título del ensayo de Pedro Salinas sobre Doña Jimena, La vuelta del esposo, de 1947, le sugiriera el título de su primer cuaderno poético a Pilar Lojendio; ella y sus compañeros generacionales despertaron a la vida literaria de las Islas cuando estaba yo fuera de ellas. Hasta qué punto esta generación dobló la esquina de unas constantes poéticas tradicionales, abandonadas voluntariamente, me llevaría lejos de este recado emocional que la muerte de Pilar Lojendio me ha producido. Estaba su poesía de juventud plantada en las hondas raíces del aire existencialista de aquellos años cincuenta tardíos, claro está pero las Islas unas veces, las más tardíamente, y otras al unísono, han marchado codo a codo, junto a la producción poética y literaria españolas.


«Hay un muerto con cuerpo de mujer / que copia fielmente mis facciones. / Hay un muerto que tiene mis pies. / ¡Hay un muerto, sí, / hay un muerto en mi cuerpo / cuando llegue su fin!».


Una poesía de lenguaje sencillo y cuidado, sin localismo alguno, sin fáciles concesiones al tradicional sentimentalismo de uso femenino. Pilar Lojendio, como poetisa, no tiene patria grande ni chica; surge la creación de la hondura de su ser y en tomo suyo late el drama del vivir entre la encubierta esperanza de la trascendencia en el futuro y la creación poética en que su presente consiste.


Ya abandone la poetisa, de acuerdo con la pasajera moda de suprimir toda puntuación ortográfica, que supone facilidad en la expresión, en los dos últimos cuadernos, ya tienda su poesía, prendada de los esquemas surrealistas (de un muy tardío surrealismo ya), el río de su voz honda, seria, a veces estremecida, corre su apretado cauce, aguas abajo, hacia la mar, en el que ha disuelto una vida no muy larga, por desdicha.


En un cuenco de barro

se acabó ayer la rosa


escribió ella en La lengua del gallo, ese gallo arrogante con el pico en el suelo o hacia el cielo, que es el trabajoso destejer del humano pasar. Magua melancólica me ha quedado el no haberle podido preguntar tantas cosas. Siempre he creído que casi nunca hay plena adecuación entre la obra y quien la crea. Muchas veces he tenido temor de habérmelas con la persona, cuando la obra me ha gustado, por temor a que se rompa el sortilegio, pero en ese trabajado verso, serio y hondo de Pilar Lojendio, se trasparentaba la impronta de un alma de grandes calidades. Lamento la marcha de una viajera, sin estrechar sus manos creadoras de adioses.



Y ya es mañana

si es que ya es mañana.








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