Escribía por las noches. Poetas, recitales, tertulias y otras cosas.


Cuando vivíamos en la calle Carmen Monteverde, a las siete de la tarde los niños ya estábamos acostados. La persiana, de las de madera de toda la vida, se bajaba a cal y canto, para crear la sensación de que era de noche y la puerta de la habitación se cerraba para que no vislumbráramos que la vida continuaba fuera de la habitación, aunque desde luego sabíamos que continuaba y yo, en plan listilla,  intentaba aguzar el oído para saber qué pasaba fuera, aunque realmente no me enteraba de mucho.

Recuerdo que tardaba en dormirme. Quizás no era tanto tiempo en realidad, pero mi sensación es que era un rato muy largo el que continuaba despierta escuchando los sonidos de la ciudad que se recogía poco a poco. No tenía ningún miedo a la oscuridad entonces, pero me aburría, acostada a oscuras sin nada que hacer,  así que me entretenía viendo los rayos de luz que entraban por las grietas de la persiana en los tramos en que no terminaba de encajar del todo. Veía bailar y avanzar  a lo largo del rayo, las minúsculas motitas de polvo del ambiente, convencida de que se trataba de algo mágico, hasta que finalmente y sin darme cuenta me quedaba dormida.

En cuanto se hacía realmente de noche, si todavía estaba despierta, el entretenimiento era oir los ladridos de los perros. No sé por qué entonces se oía ladrar a tantos perros en Santa Cruz por las noches como si se contestaran unos a otros, a mi me parecía una auténtica conversación, e intentaba distinguir cual era uno y cual otro, a cada nuevo ladrido. Es un sonido que ya no se oye en las ciudades. Ahora de vez en cuando se oye el llanto del perro del vecino cuando lo dejan solo, pero entonces era un auténtico concierto cada noche, eran perros que no lloraban, eran perros que hablaban unos con otros.

Entonces, cuando los niños ya estábamos supuestamente durmiendo, o al menos acostados a buen recaudo y entretenidos en nuestras cosas, era cuando mi madre iniciaba su vida de escritora.

-Este es el tiempo que necesito para mí- solía decir- yo tengo que escribir por las noches.

Normalmente salvo por la compañía de mi abuela, que intuyo debía meterse en su cuarto temprano, se quedaba sola, ya que mi padre estaba embarcado, siempre en un largo viaje por el golfo pérsico o por lugares con nombres igual de exóticos. Telegrafista de barco, decía yo cuando me preguntaban en qué trabajaba mi padre.

Supongo que entonces, en el silencio de esas primeras horas de la noche, mi madre por fín sentía que el espacio de la casa era realmente suyo, sin niños que corretearan por todos lados, sin voces, sin preguntas, sin llantos. Cada día se sentaba a escribir en la mesa del comedor. Escribía y corregía a mano o tecleaba en una máquina de escribir portátil, pequeña, con una funda blanca, cuando ya lo daba por definitivo. Llenaba cuartillas y cuartillas. Un tamaño de papel que ya prácticamente no se usa, pero que era el formato en el que ella siempre escribía sus poemas, con varias copias de carbón en papel de seda, sobre las que seguía corrigiendo, si hacía falta. Recuerdo ver esas cuartillas amontonadas junto a la máquina de escribir, como algo habitual y cotidiano y por supuesto sagrado.

Cuando nos mudamos a Santiago Cuadrado, mis padres compraron una librería de esas por módulos en la que uno de los módulos era un pequeño escritorio, que ella siempre llamó secreter, con su mesa abatible y sus gavetas de todos los tamaños, en las que guardaba poemas, correspondencia y papeles de todas clases, notas para poemas, recortes de prensa, o el dinero que semanalmente sacaba del banco para los gastos cotidianos de la casa. Debajo del módulo con las gavetas había un hueco donde cabía la máquina de escribir. A partir de entonces era allí donde escribía. Luego cerraba el secreter con su pequeña llave dorada y lo escrito quedaba lejos de las manos pecadoras, como hubiera dicho ella. Aquel era su santa santorum.

Mi madre escribía por las noches, cada noche, salvo los días en que salía para ir quizás a un recital, una palabra mágica que yo no atinaba a identificar con nada, salvo con algo misterioso que hacían los mayores por las noches. A veces el recital era de mi madre, y entonces me parecía aún más misterioso. ¿Qué era recital? Me imaginaba siempre mucha gente que hablaba en algún lugar muy luminoso.

Recuerdo mis esfuerzos, siempre infructuosos, para que me llevara con ella, y por supuesto recuerdo la primera vez que por fin me llevó, cuando ya había cumplido los diez años. Pero, misterios de la memoria, no recuerdo ni donde fue, ni lo que allí pasó, solo recuerdo la sensación de que por fin me dejaban ir a lo que hasta entonces me había sido vedado.



Detrás de izq. a dcha. Rafael Arozarena, Pilar Lojendio, 
Carlos Pinto Grote y Fernando García Ramos. Delante Mariano Vega
A partir de entonces fui a muchos recitales y recuerdo enamorarme cada vez de los poetas que recitaban. El primer recuerdo que tengo de esos amores literarios fue en un recital de varios poetas, entre los que también estaba mi madre, en el Salón de Actos del Círculo de Bellas Artes. Ese día caí rendida de amor por Arturo Maccanti. Le recuerdo leyendo sus poemas de pie delante del escenario, lo que ahora me sorprende un poco, porque también recuerdo que los poetas estaban sentados en una mesa que estaba a su espalda, así que no parece muy probable que él se levantara para leer, pero así lo recuerdo, alto con una voz profunda, justo en la boca del escenario.

Entonces era muy habitual que los poetas recitaran y había incluso público que iba a escucharlos, se organizaban muchos encuentros, en los que participaban tres, cuatro o cinco poetas de los que la prensa daba cumplida cuenta, haciendo incluso valoraciones, que, es cierto, normalmente eran elogiosas sin demasiado ánimo de crítica seria, pero que servían para despertar el interés por el tema. Además se solía publicar alguno de los poemas que se hubieran recitado, lo que era muy de agradecer. Revisando ahora, para este blog,  los recortes de prensa del álbum de recortes de mi madre, me doy cuenta de qué cantidad de poesía se publicaba entonces en los periódicos. Poesía de los grandes poetas del momento, Rafael Arozarena, Carlos Pinto, Arturo Maccanti, Pedro García Cabrera, Manuel Padorno y tantos otros. La publicación de poesía en los periódicos fue cayendo en desuso en los años 80, quedando solo como algo residual en las pocas páginas literarias que sobrevivieron todavía unos años, para finalmente quedar como algo decorativo en algún hueco que les quedara libre, pero diría que se publicaba ya, sin mucho criterio, cualquier cosa que les llegara a las manos, para terminar por desaparecer definitivamente en los ultimos años del siglo XX.

Mi madre escribía por las noches, cada noche… Mucho más tarde, ya en Santiago Cuadrado, había noches que se dedicaban a los amigos, algo de picar y de beber y mucha tertulia, tertulias que terminaron por institucionalizarse y se alargaron casi hasta la muerte de mi padre, y allí venían Maud y Eduardo Westerdahl al que recuerdo siempre con su pipa en la mano. Cuando Eduardo murió, Maud me regaló una de sus cajas para tabaco, que aún conservo. Por supuesto tambien era habitual Domingo Pérez Minik a veces con Rosita. Recuerdo también a Luis Feria, en alguna ocasión que estaba en Tenerife, o Fernando Garcia Ramos, Pedro García Cabrera, Enrique Lite... a los que se unió pronto la siguiente generación, Fernando Delgado, Juan Cruz, Carlos Schwartz, José Luis Toribio o ya en los 80 Sabas Martín y Cecilia Domínguez y… 

Pero en Carmen Monteverde, en esos primeros años hasta el 67, prácticamente no había visitas por las noches, así que la rutina nocturna era la escritura.

En cuanto fui un poco mayor, con nueve o diez años me gustaba leer los poemas que escribía, aunque no creo que entendiera mucho. Me gustaban las repeticiones, como letanías, tan frecuentes en sus poemas, y desde luego rastreaba los versos de amor, cuando me daba cuenta de que lo eran, lo que por supuesto me emocionaba. Hacia finales de los 60 y principios de los 70 a veces me pedía opinión sobre cuáles seleccionar para tal o cual recital. Me sentía muy importante, aunque realmente no tuviera mucho criterio para opinar. Ya a mediados de los 70, recuerdo intentar convencerla siempre, de que incluyera los poemas en los que yo detectaba preocupaciones sociales, políticas, que en aquel momento, y porque yo empezaba a despertar como persona con esas preocupaciones, me parecían los mejores, pero desde luego no siempre me hacía caso.

Mi madre escribía por las noches. Era más nocturna que diurna, le gustaba más la noche que el día, creo que al menos eso, el gusto por las horas de la noche, lo he heredado de ella.

María Teresa Mariz



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