PILÍN
Laureano
Mariz y Pilar Lojendio. Foto: Carlos Schwartz. Años 80
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Ese suave sitio
donde descansa la memoria, siempre tan caprichosa, me lleva de la mano hasta la casa de General
Sanjurjo esquina a Santiago Cuadrado, aquel lugar mágico que nos invitaba a
descubrir un mundo de escondites y de cortas carreras, escaleras arriba y
abajo, que nos animaba a subirnos a lomo de las risas o empalagarnos con el
sabor ingenuo de un aire que bebíamos todos a boca llena, entre infantiles
jadeos.
Eran los
tiempos del alegre pitido de los barcos en la bahía santacrucera, de las máscaras
del Carnaval, con antifaz o careta, de
gentes provincianas paseando a la vista
del muelle con los cabellos repeinados y el paso amanerado.
Por entonces no
llegaba a atrapar el regalo de su presencia, no alcanzaba a entender la
honda pronunciación de una palabra sola, de la urgente palabra, ni cómo Pilín
me iba envolviendo, me iba cautivando con sus imágenes de poeta; ni cuando abría, acaso por un instante,
aquel particular corazón, todo escrito por dentro; ni esos ojos, aquellos ojos
de infinito que de interrogar nunca se cansaban.
A fuerza de
conquistas y reveses, amores y desencuentros, utopías y temores fui modelando
mi naturaleza como huésped incondicional de esa ciudad que, casi sin quererlo, se me iba
escurriendo en los años del ocio, en la placidez de las tardes donde pesaban
los pájaros en las ramas, en el momento que descubrí, gracias a la voz de
Fernando, que la Isla se me hizo mujer, esa mujer que todavía se deshace en
llanto cada vez que el mundo nace.
Hoy, desde este
lado de la vida, recuerdo aquellos días de almas de piedra, lenguas de
gallo y rememoro a Laureano, un hombre bueno; su compañero, su amigo, su
amor, su cómplice, su todo. Pilín lo buscaba desde las auroras con la tristeza
quieta; lo nombraba sobre el horizonte de las olas; lo acurrucaba en las orillas o lo escondía en el
sueño, bajo las sábanas, antes de doblar
la noche por sus cuatro puntas.
Aquella
angustiosa y acelerada espera del esposo, con el ala en el suelo, junto al caracol de invierno, iba enhebrando el
tiempo desde la emoción colgada en los
ojos de la ventana, y a la espera de reencontrarse con el eco de la sangre, ella, atrincherada frente
a la trivialidad y los prejuicios, convertida
en miradas rotas, en lágrimas secas, en abandono... disuelta en el dolor de las cosas. Tras la ausencia de
Laureano ya nada fue lo mismo. El silencio rompió a gritar, desconsolado. La
soledad ya no tenía sombra. Pilín seguía muriendo en su carne enamorada,
disidente de la vida, hasta que un buen día, con los huesos brillando al sol, pensó
que era buena la mar para romperse entera.
Sergio Lojendio Quintero
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